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"EL TRANGÉNERO Y EL ESPÍRITU DE LA REVUELTA" por JUDITH BUTLER

Judith Butler/Imágen:Elena Cabello

Si bien es cierto que en muchos aspectos los problemas de la política de la identidad ya no están en primer plano, a mi juicio, queda mucho por hacer en este campo. La primera cuestión que quisiera señalar a este respecto es que afirmar la identidad o fundar una política sobre la identidad, aunque sea, paradójicamente, una identidad queer –si es que tal cosa existe– supone plantear una reivindicación en cierto espacio y frente a alguien, una reivindicación que no sólo se manifiesta en los términos que utilizamos para dirigirnos a otra persona, sino incluso en el mismo modo de esa interlocución. En otras palabras, se trata de una interpelación –«yo me dirijo a ti» –, un asunto diferente de decir lo que tú eres, o determinar quién eres tú o en qué términos te reconozco («te reconozco como mujer o te reconozco como hombre»). Estos actos de habla son modos de dirigirse a alguien que instauran un «yo» y buscan dirigirse a un «tú», y esta escena de interlocución puede ser tan importante, si no más importante, que la categoría por la cual me dirijo a ti.

Esta dificultad que plantea la cuestión de la identidad sigue poniéndose de manifiesto, de hecho, cuando surgen cuestiones de transexualidad o de transgénero. En este contexto, algunas feministas han manifestado públicamente su preocupación acerca de si el movimiento trans podía constituir un esfuerzo de desplazamiento o de apropiación de la diferencia sexual. Pero creo que esta visión olvida que los movimientos trans y feministas están necesariamente destinados a encontrarse, en la medida en que comparten un conjunto de valores. Si se toma el género como una categoría histórica –tal como es necesario hacer–, entonces nuestra tarea analítica consiste en revisar constantemente nuestras estructuras para comprender cómo funciona el género. Entender el género como una categoría histórica es reconocer que, como manera de configurar culturalmente un cuerpo, se halla abierto a una continua remodelación y que ni la «anatomía» ni el «sexo» escapan a la normativa cultural (lo cual ha quedado claramente demostrado por el movimiento intersexo). La atribución misma de la feminidad a los cuerpos femeninos como si fuera una propiedad natural o necesaria ocurre dentro de un encuadre normativo donde la asignación de la feminidad a la «hembra humana» es en sí misma uno de los mecanismos de producción del género.
Marina Abramovic, The Kitchen II, Homage to Saint Therese, 2009


Términos como «masculino» o «femenino» están notoriamente sujetos al cambio; existen historias sociales para cada uno de esos términos; su significado cambia radicalmente según las fronteras geopolíticas y las obligaciones culturales que determinan lo que imagina el otro (quién imagina a quién) y con qué finalidad. Los términos de la designación de género nunca se fijan de una vez y para siempre, están continuamente en proceso de remodelación. Este rehacer que recae a la vez sobre el género y sobre la organización de la sexualidad se produce en los momentos de conjunción y de disyunción que definen corrientemente el campo de la política sexual. El futuro que le espera a la política sexual dependerá de nuestra capacidad para vivir y negociar estas tensiones, sin reprimirlas mediante posiciones dogmáticas o soluciones demasiado fáciles.

Hay una tendencia a pensar que se puede distinguir entre las normas culturales que estigmatizan a aquellos que son más o menos transgénero en términos de afecto, de disposiciones o de prácticas, de la realidad psíquica interna de esos individuos. En el primer caso, las normas son entendidas como una tortura causante de sufrimiento; en el segundo caso, se dice que la psiquis está torturada y se trata como una cuestión psicológica. Pero, ¿qué ocurre si estas dos dimensiones no pueden ser desvinculadas la una de la otra? ¿Por qué distinguir entre un sufrimiento impuesto a una persona por normas culturales violentas y normalizadoras y un sufrimiento que parece emerger del interior de la identificación transgénero? ¿Qué nos hace pensar que tales identificaciones no ocurren en relación con las normas? ¿Y qué nos hace pensar que esas normas no operan precisamente a través de la regulación o la infiltración de las prácticas identificatorias?
Quisiera sugerir que el terreno no es suficientemente firme para hacer tales distinciones. 

Después de todo, las normas no son simplemente exteriores y los psiquismos no son esferas interiores autónomas libres de las normas culturales. Nos equivocamos si creemos que las normas se imprimen desde el exterior de nuestras psiques. Las normas son las condiciones de nuestra propia formación y emergencia. Nos preceden, operan sobre nosotros antes de que seamos conscientes de sus operaciones; trabajan para hacernos legibles, inteligibles, antes de nuestros esfuerzos por entenderlas o por evaluar su efecto sobre nosotros. Lo que podría parecer, en principio, una serie de normas pertenecientes a un mundo circundan- te que operan desde el exterior son, de hecho, las condiciones de nuestra formación y se abren camino «en nosotros» como un elemento de la topografía psíquica del sujeto. Cuando en Deshacer el género sugería que el género es un estructura ec-statica, quería decir que en tanto somos seres con género, «somos» fuera de nosotros mismos, y que el género se forma mediante normas culturales que nos preceden y nos exceden. No quise decir que el género es sólo exterior y que, en consecuencia, debamos evacuar el interior en nuestras teorizaciones sobre el género, sino más bien que lo exterior es también lo interior, que aquello que evocamos como «interior» es una manera particular en la que la norma cultural adopta la forma de una realidad psíquica, muy a menudo como identificación psíquica. La norma cultural no deja de existir cuando asume una forma interior, sino que adopta una modalidad psíquica específica sin la cual no puede funcionar. De manera similar, no sería apropiado pensar en la interioridad psíquica como una topografía fija, dada de antemano y constitutiva. Eso que se llama «vida interior», sea lo que fuere, aparece como consecuencia de una cierta separación producida entre lo que es exterior y lo que es interior. Y dicha separación no se produce de una vez, sino que se produce –o no– constantemente. La misma barrera que imaginamos como precondición para pensarnos a nosotros mismos, en realidad es negociada, reinstituida y suprimida a lo largo de nuestra vida relacional. Lo que está en juego en esta formulación es la diferencia entre afirmar: a) el «yo» como un tipo de ser delimitado y distinto de otros seres delimitados; y b) el «yo» como ese perpetuo problema de delimitación que se resuelve, o no, de diversas maneras y se da en respuesta a un abanico de exigencias y de desafíos.

Hasta aquí tenemos primeramente un intento por comprender qué implica la afirmación de la identidad en el lenguaje y en particular a través de un modo de dirigirse a alguien, que puede corresponder o no a una persona existente como destinataria. En ese sentido, la afirmación de la identidad tiene una índole que podríamos caracterizar como confrontativa en cuanto al modo de dirigirse al otro. En segundo lugar, tenemos la afirmación pública de la identificación de género cruzada (la identificación con el otro género normativamente definido), que busca romper con una interdicción pública que pesa sobre la existencia de género cruzada y transmite una norma de género patologizante. En tercer lugar, tenemos la tendencia a concebir las identificaciones como fenómenos interiores, psicológicos, y a visualizar las normas como culturalmente impuestas por un mundo exterior. Y en esto nos equivocamos al no apreciar que las normas no sólo nos permiten aparecer como sujetos, sino que también articulan la topografía interna de la psique.
Cuando nos ponemos a pensar en la identificación de género cruzada (la identificación con otro género normativamente definido), creo que nos vemos inmersos en una vacilación entre el discurso sociológico y el discurso psicológico. Invariablemente tendemos a hablar de, por ejemplo, una chica que descubre que se identifica como chico. Al utilizar este modo de descripción, tan habitual como inevitable, describimos a una niña sociológica comprometida en una identificación psíquica que no le permite conformarse a las expectativas psicológicas generadas por la posición sociológica. 
Marina Abramovic, The Kitchen II, Homage to Saint Therese, 2009

Pero, ¿no es acaso nuestra gramática la que mantiene separada a la niña sociológica de la identificación psíquica, asumiendo así la necesidad de esta discordancia? ¿Pue- de decirse en un momento dado que una identificación de género cruzada necesita un desplazamiento en la manera de nom- brar los hechos sociológicos? Claramente, esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando alguien demanda ser considerado hombre en el momento de entrega de la solicitud de cambio de designación sociológica. Aquí tienen lugar dos actos: el primero es un acto de autonominación, pero el segundo es una forma de dirigirse a alguien, un dirigirse a un «tú» a quien se le pide que se refiera a esa persona como hombre. En ese momento, no se puede hablar de la identificación como de una realidad exclusivamente psíquica, como algo que se consuma de manera interna y que ocurre al margen de una identidad sociológica o de una escena sociológica de interlocución. Por el contrario, la identificación cobra forma como discurso y como un dirigirse a alguien en un contexto en el que ser reconocido en el lenguaje constituye una parte de la realidad social en cuestión. Es en el contexto de la interpelación a un otro con la solicitud de ser nombrado de modo diferente, de ser objeto de respuestas pronominales constituidas por una serie de términos distintos, donde vemos simultáneamente: a) una demanda de remodelación de la realidad social modificando los términos del reconocimiento mediante los cuales ésta se constituye, y b) una demanda dirigida al prójimo de que contribuya a esta modificación. «Considéreme como hombre» puede entenderse también como «viva en un mundo en el cual sería reconocible como hombre; reconózcame y reelabore las nor- mas de reconocimiento gracias a las cuales mi realidad tendría una posibilidad de ser constituida». No se trata exactamente del desplazamiento de una realidad psicológica interna a una realidad social explícita. Si la identificación queda inarticulada, si todavía no ha tomado la forma de un «dirigirse a», está ahí expresada de otro modo, y bien puede funcionar como silencio o como potencial. 

El momento en el cual se plantea la exigencia «por favor, en lo sucesivo llámeme Carlos o Eric o Pedro», es un momento en el cual el temor, la vergüenza, son transformados en solicitud explícita de reconocimiento.
No se trata, entonces, de la transformación de un fenómeno psíquico en un fenómeno social, sino más bien del desplazamiento de una manera de vivir una realidad psíquica, mediatizada y configurada socialmente, siempre en relación con otro cuya realidad psíquica está igualmente mediatizada y configurada socialmente. La psique no está formada sólo por normas culturales que nos exceden y nos preceden, que se abren camino en cada uno de nosotros como instancias externas sin las cuales no podemos vivir, sino que ella también cobra forma, y cambia de forma, en un contexto de interpelación que se sirve de los términos por los cuales se otorga el reconocimiento para reconstituir la realidad social de las personas.
Por consiguiente, mi esfuerzo se centra aquí en la posibilidad de concebir la identificación de género cruzada no como afiliación a un género ya establecido, sino más bien como una «demanda relacional fantástica». Hago esta formulación frente a y en contra de un modelo que leería in- mediatamente esta identificación como repudio o como solución narcisista no re- lacionales. Puede ser que el niño que no quiere dedicarse a los juegos de espadas y guerras y prefiere los moños y los vestidos, encuentre en eso que se llama «feminidad» una manera de articular un conjunto de orientaciones, de deseos, de modos de aparecer frente al otro, de hacerse atractivo para el otro. Y puede ser que la vergüenza asociada a esta conducta de género cruzado (o conducta de identificación con el otro género normativamente definido) sea en sí misma la causa de su retracción de toda relación, si es que hay retracción. En ese caso, estamos frente a un chico sociológi- co que tal vez esté intentando negociar sus necesidades relacionales más elementales a través de las convenciones de la feminidad. Pero también estamos frente a una crisis de la noción misma de «chico sociológico», ese «chico» está constituido no sólo por la manera en que los demás lo perciben y se dirigen a él, sino también por las convenciones sobre la manera en que se dirige a sí mismo y en la que es interpelado por el otro. 

Igualmente la niña supuestamente sociológica que desea principal o exclusivamente jugar a la guerra, blandir espadas y salvar a la joven en peligro, encuentra en la norma cultural de la masculinidad algo que le facilita un cierto tipo de expresión, algo que constituye un vocabulario emocional elemental para el «yo» con género que ella es. Desde mi punto de vista, no se trata de una chica sociológica con una identificación en disonancia con respecto a las nociones o a las normas sociológicas adquiridas de «cualidad de chica». Mediante el lenguaje, la gestualidad y la dimensión significante de la práctica corporal, ella introduce también una crisis en la categoría sociológica de chica, lo que demuestra que no es posible remitirse a su construcción sociológica como si estuviera definitivamente fijada. Si la realidad social del género está constituida en parte por las prácticas de nominación –autonominación y nominación por el otro–, así como por las convenciones que organizan la representación social de género, entonces parece que el referente sociológico no puede inaugurar ni garantizar este proceso. La disonancia presente en este caso, como otros muchos, cuestiona precisamente el carácter fijo del referente sociológico.
¿El sentimiento de «ser un hombre» es un proceso interior o un modo de presentación social? Incluso si fuese un sentimiento interior, ¿significa esto que no está formado por normas culturales? ¿Acaso se hace social o cultural sólo a través de su exteriorización? El «yo» que reflexiona sobre sí mismo y se esfuerza por adaptarse a las categorías de género ya está constituido por normas culturales que están dentro y fuera a la vez, no sólo por su estatus sino también por su poder. En otras palabras, las normas culturales negocian la cuestión de la frontera entre lo interior y lo exterior. Y como el límite del «yo» es invariablemente un «yo corporal», como señala Freud en El yo y el ello, me parece que el género no puede encontrarse ni dentro ni fuera de esa frontera, comprendida como aquello que separa a uno del otro. De hecho, el género puede plantearse como el problema de la frontera, perdido entre el adentro y el afuera.
Si ahora recurro a Freud no es para hacer un diagnóstico, sino para tratar de entender la relación entre rabia y pena, un vínculo que no es fácil de entender para la mayoría de no- sotros, ni siquiera en las mejores condiciones. Desde mi punto de vista, la melancolía es interesante sobre todo como consecuencia cultural de un duelo prohibido y no como rasgo de una psiquis individual. Durante los primeros años de la crisis del sida en Estados Unidos, estaba claro que ciertas vidas no podían ser nombradas y ciertos muertos no podían ser llorados abiertamente porque determinadas formas de asociación íntima y de amor eran consideradas demasiado vergonzosas para ser admitidas en la esfera pública. De hecho, la esfera pública era parcialmente producida por la prohibición de llorar la pérdida de vidas que no contaban como vidas, la pérdida de amores que no contaban como amores. Este tipo de melancolía marca también la cobertura mediática de la guerras de Irak y de Afganistán, puesto que la prohibición de fotografiar los ataúdes, los iraquíes muertos y los soldados americanos muertos, funciona de manera insidiosa como un modo de desrealizar y desmentir la pérdida cotidiana de vidas. Esa proscripción que pesa sobre el duelo es una manera de circunscribir el dominio de los humanos reconocibles, estructurado por las normas raciales y de género, así como sus apegos legítimos, estructurados por las normas heterosexuales de matrimonio y las prohibiciones de mestiza- je, por nombrar sólo algunas. Esta negativa a identificar una vida como viviente en función de ciertas normas, implica directamente que la pérdida de esa vida no será una pérdida: se trata del paso de un modo de muerte social a una versión literalizada de esta muerte.
Si sitúo el sufrimiento de género en la matriz de la melancolía, no es con el fin de psicologizar a los individuos, sino para mos- trar cómo la melancolía es orquestada a ni- vel cultural y político para diferenciar entre vidas y amores que son reconocibles y, por lo tanto, sujetos al duelo público y abierto, y aquellas vidas y amores que no lo son. ¿En qué sentido, entonces, el transgénero entra en esta matriz de la distribución desigual de la posibilidad de duelo?
En Duelo y melancolía Freud traza el retrato de una persona melancólica como alguien que no sabe exactamente qué pérdida ha sufrido, contra la cual el propio discurso resulta litigante; como alguien que, por tanto, se encuentra constantemente involucrado en un lamento. Freud llega a afirmar que hay «una actitud de revuelta» en la persona melancólica porque busca romper un lazo al mismo tiempo que involuntariamente se afana en mantenerlo. Las proclamaciones de la persona melancólica frecuentemente se dirigen a alguien que no está, alguien que es desplazado y no reconocido como otro, alguien que ha devenido también un ele- mento de sí mismo. Para Freud, la persona melancólica es alguien que dirige constan- temente la atención sobre un déficit que sufre, alguien cuya autolaceración cobra estatus público. La persona melancólica no se retira a una sesión de autolaceración privada, sino que saca su sentimiento de indigencia a la luz y lo expone en público de forma repetida y sin vergüenza. La persona melancólica ha perdido algo, pero ignora
qué, y en el caso de que sepa que ha perdido a alguien –por muerte o separación– no sabe qué ha perdido «con» esa persona; transfiere, no obstante, la pérdida del objeto a una pérdida que forma parte del propio yo. En una fórmula célebre, Freud nos dice que en el duelo el mundo está empobrecido, mientras que en la melancolía es el mismo yo el que está disminuido. La pérdida del otro es reformulada como pérdida en el yo. Se hace una transferencia de aquello que no se sabe que se ha perdido sobre una percepción disminuida y empobrecida del yo.
Es importante señalar que si bien parecería que algo del exterior ha desaparecido para ser reemplazado por un paisaje interno de desposesión, lo que ocurre es que el exterior se instala en el interior psíquico del yo, y que ese interior psíquico aparece precisamente en el momento de la pérdida para albergar a ese otro perdido. Ciertamente, no sabemos con precisión qué estamos albergando y, en cierto sentido, no albergamos más que el conocimiento de aquello que se ha perdido, manteniéndolo secuestrado en un espacio interior, o incluso fabricando ese espacio para permitir el secuestro, al abrigo de la visión consciente. Como dice Freud, la persona melancólica no puede ver con claridad lo que ha perdido, pero eso se debe a que la propia pérdida ha sido sustraída a la vista y a que el obstáculo que impide la visión se construye mediante la elaboración de una arquitectura interna que funciona como protección, una protección de la conciencia misma. En otros términos, se trata de una estructura organizada siguiendo la máxima «impídeme saber lo que sé que he perdido». De manera que cuando la pérdida de objeto se transforma en pérdida en el yo, el «en» –el tropo mismo de la interioridad– emerge precisamente como protección temporal de una pérdida que no puede ni quiere ser claramente percibida, un amor o un apego al cual es imposible renunciar.
Lo interesante de esta situación de apa- rente empobrecimiento del yo es que se reinstaura de forma incesante a través de un dirigirse a uno mismo autoprivativo y autolacerante y que a su vez esta organización interior se produce en el mismo momento en que la persona melancólica toma la palabra en público. El interior y el exterior se organizan, entonces, relacionados el uno con el otro: la persona melancólica se dirige a otros, quejándose de ese «yo» que es el suyo, preguntando cómo alguien podría adherirse a un club que admitiera a ese yo como uno de sus miembros. Pero el yo melancólico busca también ser entendido y se subleva contra aquellos que no pueden aportar una reparación. La agresividad frente al otro –el otro perdido– continúa así en la queja del yo melancólico. Esa queja encuen- tra su resolución, cuando la encuentra, en lo que Freud llama una «actitud de revuelta»: una actitud en la cual la agresividad permite superar o vencer al otro. Una ruptura o una traición, hasta un asesinato, le devuelven a la persona melancólica la posibilidad de vivir. Después de todo, en la medida en que el yo melancólico está unido a lo que está perdido encarna esa pérdida y corre constantemente el riesgo de perderse él mismo para la vida. De modo que romper con ese otro es una forma de traición que permite al yo vivir.
Hasta aquí he expuesto la dinámica de la melancolía como si hubiera un otro concre- to que se ha perdido, pero recordemos que Freud sostiene que lo perdido puede ser un otro o una idea, y entre las ideas que con- sidera incluye la de nación o de patria. Si admitimos que algo como la pérdida de una nación puede estar en el centro de la melancolía, se deduce que ser expulsado por la fuerza de una nación o de una comunidad también puede ser el foco de la melancolía. Consecuentemente, podemos pensar en todas las formas de exclusión social como precipitantes de sus propias condiciones de melancolía, incluyendo la exclusión del régimen hegemónico de género que consiste en la privación de reconocimiento de acuerdo con las normas dominantes o la sujeción a un desconocimiento sistemático.
¿Cómo comprender la melancolía como una condición producida y reproducida por privaciones culturales y sociales sistemáticas, y no como una patología individual? Deberíamos tratar de situar la ambivalencia que está en el centro de la melancolía en el contexto de las privaciones y de las depreciaciones socialmente instituidas. Cuando se piensa en la melancolía como manifestación ambivalente de un sujeto, parece que se trata de cierta pérdida que se articula y sintomatiza en el acto de dirigirse al otro y que se percibe como pérdida de sí mismo y dentro de sí, como un yo que experimenta cierta merma de su identidad personal. Sin embargo, tal vez sea más importante que, además del sufrimiento de la privación en sí, este proceso implica también cierto tipo de rabia que todavía no está articulada o que de algún modo se articula en contra del yo, enredada o confundida en la estructura que la alberga. En esta rabia alojada en la melancolía –cuya expresión indirecta es la «queja»– también encontramos una cierta promesa política. Homi Bhabha lo ha mostrado claramente indicando, por ejemplo, que Freud ve en la melancolía una instancia potencial de revuelta.
¿Cómo funciona la melancolía en tanto que fenómeno cultural? Si el trabajo de la norma desrealiza una vida, en cierto sentido esa vida ya está perdida aun antes de haberse perdido, y este sentimiento de pérdida es precisamente lo que no puede ser reconocido. Por cierto, la razón por la cual este sentimiento no puede ser reconocido es que ya ha sido definido como lo no reconocible, de manera que la vida que no tiene lugar o estatus en tanto que vida, se pierde, precisamente, sin duelo aparente. El mismo mecanismo que excluye la posibilidad de que la vida sea reconocida y considerada como sustentable excluye también la posibilidad de que esa vida sea objeto de un duelo. Así, si las normas sociales que producen esa desrealización se convierten en un elemento del yo a través de una práctica identificatoria, la consecuencia es que hay que romper la lealtad con la propia desrealización para que pueda surgir un futuro y, por consiguiente, este proceso debe ser ruidoso y colérico. Sólo a este precio es posible formar nuevos sujetos que puedan tener perspectivas de vida sustentables.
En unas condiciones de transfobia generalizada, lo que las personas transgénero pierden de manera repetida y tratan repetidamente de obtener es un sitio, un nombre, un lugar de reconocimiento, por eso, el deseo transgénero –si se puede llamar así– está ligado a la posibilidad de dirigirse a y ser el destinatario de otro. La pérdida de un lugar, del deseo de un lugar, es lo que emerge en esta escena problemática de interpelación en la cual el «tú» no parece ofrecer reconocimiento: estamos frente a un «yo» que lucha por ser entendido. Éste podría ser un punto de partida para pensar la violencia contra las personas transgénero y la tasa de suicidios en el seno de la juventud queer y transgénero.
Los debates virulentos entre feministas, teóricos queer y militantes trans guardan re- lación con controversias importantes acerca de los contornos de la violencia social y las agresiones políticas. En este contexto, defiendo desde hace cierto tiempo formas de coalición polívocas y no unificadas. Después de todo, los asuntos relacionados con la política sexual han cobrado vigencia recientemente con la movilización en defensa del derecho al matrimonio no heterosexual, pero es importante no perder de vista otro objetivo, al menos tan importante, como es la oposición a los modos de violencia de género implícitos en la regulación legal y psiquiátrica de las normas de género. Desde ese punto de vista, abordar la cuestión de la identificación de género cruzada es oponerse a las diferentes autoridades sociales y psiquiátricas que buscan explotar esta noción con fines patologizantes. Lo que está en juego es nada menos que un mundo reconfigurado, un mundo que se oponga a las estrictas distinciones entre vida interior y vida exterior y que sugiere que el sufrimiento debido a la patologización es también el recurso que permite producir discursos llenos de cólera, discursos proferidos en público y que exigen una nueva capacidad pública de escuchar.
Marina Abramovic, The Kitchen II, Homage to Saint Therese, 2009


Texto compartido de la Revista Minerva